Recor­dan­do a Glo­ria Grahame

FILM STARS DON’T DIE IN LIVER­POOL. Gran Bre­ta­ña, 2017. Un film de Paul McGuigan

Una vez más se da el caso de que remar­ca­bles acto­res pue­den real­zar un film. Eso acon­te­ce con Annet­te Bening quien en Film Stars Don’t Die in Liver­pool ofre­ce una extra­or­di­na­ria inter­pre­ta­ción ani­man­do a Glo­ria Graha­me (1923 – 1981), una de las más popu­la­res estre­llas del fir­ma­men­to de Holly­wood de las déca­das del 40 y 50.

Annet­te Bening y Jamie Bell

Basa­do en las memo­rias del actor bri­tá­ni­co Peter Tur­ner y adap­ta­do por el guio­nis­ta Matt Greenhalg, el film del direc­tor Paul McGui­gan enfo­ca la román­ti­ca rela­ción que la actriz man­tu­vo en sus dos últi­mos años de vida con Tur­ner, casi 30 años menor que ella.

La his­to­ria comien­za en Liver­pool, hacia fines de sep­tiem­bre de 1981, don­de Glo­ria (Bening) se apres­ta a salir a esce­na en la repre­sen­ta­ción de la obra The Glass Mena­ge­rie; des­afor­tu­na­da­men­te, antes de hacer­lo sufre un colap­so en su cama­rín. Es allí que negán­do­se a ser aten­di­da por los médi­cos, bus­ca ayu­da en Peter Tur­ner (Jamie Bell), su aman­te de 30 años, quien la tras­la­da a su hogar fami­liar de Liver­pool don­de es reci­bi­da cáli­da­men­te por sus padres (Julie Wal­ter y Ken­neth Granham). Mien­tras repo­sa en la cama, gra­ve­men­te enfer­ma por un cán­cer que la va car­co­mien­do, Peter acu­de a sus recuer­dos para pasar revis­ta a par­tir del pri­mer encuen­tro en que cono­ció a la actriz en 1978, has­ta lle­gar al momen­to actual.

A tra­vés de flash­backs la acción se desa­rro­lla entre el momen­to actual y el pasa­do. Así se asis­te al roman­ce de una mujer que des­pués de haber con­traí­do matri­mo­nio en cua­tro opor­tu­ni­da­des encuen­tra en el joven actor un inmen­so pla­cer y a quien poder ofre­cer devo­ción amo­ro­sa; a pesar de que ella lo dobla en edad, eso no es obs­tácu­lo para que Peter corres­pon­da genui­na­men­te a los sen­ti­mien­tos de su pare­ja. De este modo ambos gozan de la mutua com­pa­ñía dan­zan­do al com­pás de la músi­ca que emer­ge de un dis­co, yen­do al cine, como así tam­bién dis­fru­tan­do de la inti­mi­dad sexual con inmen­sa ter­nu­ra; no fal­ta­rá tam­po­co un via­je con­jun­to a Cali­for­nia, don­de Peter lle­ga a cono­cer a la madre de Glo­ria (Van­ne­sa Red­gra­ve) y su her­ma­na (Fran­ces Bar­ber) quien lan­za algu­nos dar­dos pon­zo­ño­sos sobre la actriz al reve­lar­le al joven que ella se había casa­do por cuar­ta vez con el hijas­tro de su segun­do marido.

A tra­vés de este víncu­lo sen­ti­men­tal Glo­ria quie­re des­men­tir el paso del tiem­po y es así que desea que Peter le diga que se ve joven; inclu­so le mani­fies­ta que le gus­ta­ría inter­pre­tar con la Royal Sha­kes­pea­re Com­pany la obra  Romeo y Julie­ta don­de ella daría vida a la juve­nil heroí­na shakesperiana.

En líneas gene­ra­les, no hay mucha his­to­ria des­de el pun­to de vis­ta argu­men­tal; uno de los aspec­tos más des­ta­ca­bles del rela­to radi­ca en el momen­to en que se pro­du­ce la rup­tu­ra del roman­ce en Nue­va York; cuan­do des­pués de una cita médi­ca ella se impo­ne que ya no exis­te tra­ta­mien­to alguno para el cán­cer que inva­de su cuer­po, al retor­nar al hotel des­car­ga su frus­tra­ción en Peter echán­do­le de la habi­ta­ción en que están alo­ja­dos. El otro ele­men­to rele­van­te es el pate­tis­mo de Glo­ria al negar­se a admi­tir que no le que­da mucho tiem­po de vida, a pesar de los terri­bles dolo­res que la aquejan.

McGui­gan opta por con­tar esta rela­ción amo­ro­sa en for­ma no lineal pero al hacer­lo abu­sa inne­ce­sa­ria­men­te de los con­ti­nuos tras­la­dos de la acción entre el pre­sen­te y pasa­do; en este caso la no cro­no­lo­gía de los acon­te­ci­mien­tos afec­ta su narra­ción impi­dien­do lograr la nece­sa­ria enver­ga­du­ra dra­má­ti­ca; a todo ello, la inne­ce­sa­ria repe­ti­ción de cier­tas secuen­cias, como la de la esta­día en el hotel neo­yor­kino, alar­ga el metra­je más allá de lo debido.

A pesar de sus des­ni­ve­les narra­ti­vos, el resul­ta­do del film es posi­ti­vo por la des­co­llan­te actua­ción de Bening al revi­vir a Graha­me de mane­ra estu­pen­da: ella trans­mi­te sin afec­ta­ción algu­na los dife­ren­tes mati­ces físi­cos y emo­cio­na­les vivi­dos por la estre­lla de cine duran­te sus dos últi­mos años de exis­ten­cia jun­to a Peter. Si bien Bening cons­ti­tu­ye el indis­cu­ti­ble alma de esta pelí­cu­la, es impor­tan­te dis­tin­guir la muy bue­na carac­te­ri­za­ción que Bell logra de su per­so­na­je; así, se con­tem­pla una secuen­cia poé­ti­ca­men­te emo­ti­va cuan­do pocos días antes de su dece­so, Peter sor­pren­de a su ama­da trans­por­tán­do­la a un vacío esce­na­rio de un tea­tro de Liver­pool para que jun­tos reci­ten un extrac­to de Romeo y Julie­ta, cum­plién­do­se en par­te la ilu­sión de Gloria.

Al con­cluir el film, el rea­li­za­dor ofre­ce una nota nos­tál­gi­ca; recu­rrien­do al mate­rial de archi­vo se asis­te al momen­to de la cere­mo­nia de los Oscars de 1953 don­de Graha­me es galar­do­na­da como mejor actriz de repar­to por su actua­ción en The Bad and the Beau­ti­ful  del rea­li­za­dor Vin­cent Mine­lli. Jor­ge Gutman