LEAVE NO TRACE. Estados Unidos, 2018. Un film de Debra Granik
Con su acostumbrada delicadeza y sutilidad, la directora Debra Granik aborda en Leave No Trace la especial relación mantenida entre un padre y su hija pre-adolescente adoptando un modo de vida nada convencional.
El film basado en la novela My Abandonment de Peter Rock y adaptado por la realizadora y la coguionista Anne Rosellini comienza introduciendo a Will (Ben Foster) y su hijita de 13 años Tom (Thomasin McKenzie) viviendo en la zona boscosa de un gran parque público ubicado en los suburbios de Portland. Él es un veterano de guerra cuyo rostro refleja la aflicción del llamado trastorno de estrés postraumático, en tanto que la niña de naturaleza apacible y sumisa se acomoda a la existencia de tener que vivir con su padre marginados de la civilización. Valiéndose de una carpa como habitación, alimentándose de ciertas especies que hallan en la foresta, empleando rudimentarios instrumentos de cocina y teniendo como bebida al agua procurada por la lluvia, esa forma de vida solamente se ve alterada cuando algunos visitantes que transitan cerca de ellos, los obliga a tener que cambiar de lugar donde acampar.
Esa convivencia paradisíaca ‑al menos para Will- experimenta un importante vuelco cuando al ser descubiertos por las autoridades locales, después de una evaluación psiquiátrica, están obligados a cumplir con las disposiciones que para ellos adoptan los servicios sociales a fin de reintegrarlos a la sociedad civilizada. Si bien al principio hay cierta adaptación a la nueva forma de vida, la compulsión de Will motiva a que ambos retornen a la jungla, hecho que habrá de reiterarse cuando en una segunda instancia, ellos nuevamente se ven obligados a convivir con la gente local.
Lo que trasciende en el film es el meticuloso tratamiento que Granik imprime al relato donde sintiendo un gran afecto y compasión hacia sus personajes evita cualquier tipo de sentimentalismo. Al enfocar esta historia desde el punto de vista de Tom, el espectador empatiza totalmente con ella a medida que cobra conciencia de que no puede seguir el camino trazado por su padre, a pesar del enorme cariño existente entre ambos. Gracias a la extraordinaria interpretación de McKenzie, se asiste a la grieta que se produce entre ella y su progenitor sin que obedezca necesariamente a un acto de rebeldía, sino a un proceso de madurez que Tom ha ido adquiriendo al haber entrado en contacto con la sociedad.
La realizadora igualmente ha logrado una muy buena caracterización de Foster como el hombre que habiendo sido alienado en la guerra siente que el contacto con la naturaleza que el bosque le prodiga constituye ahora su verdadero hogar.
Para apreciar este drama en su completa dimensión, habrá que dejar de lado algunos elementos que el espectador ignora. Así por ejemplo, se desconoce qué pasó con la madre de Tom, desde cuándo han estado socialmente aislados del mundo y de qué forma viviendo en la foresta se han adaptado a las variaciones temporales de las estaciones del año; solo queda claro que el buen nivel de formación de la niña se debe a la educación suministrada por Will como docente.
En todo caso, la salvedad apuntada no desecha el mérito de esta obra profundamente humana confirmando el talento indiscutible de Granik que tan bien impresionara con Down to the Bone (2004) y sobre todo con Winter’s Bone (2010). Jorge Gutman