NERUDA. Chile-Argentina-Francia-España-Estados Unidos, 2016. Un film de Pablo Larraín
Éste es sin duda el año del director Pablo Larraín. Antes de haber incursionado en Jackie, su primer film rodado en inglés que actualmente se encuentra en cartel, dirigió Neruda que también acaba de darse a conocer en Canadá después de la cálida recepción crítica recibida en oportunidad de su estreno mundial en el último festival de Cannes.
Una vez más, Larraín confirma su gran madurez como realizador narrando algunos episodios de Pablo Neruda, aunque poco tienen que ver con la realidad. En tal sentido, el film debe ser considerado como una mera fantasía sin ningún propósito histórico en donde la personalidad del eminente poeta queda desmitificada.
Ubicando la acción en Chile hacia el final de la década de los años 40, en su comienzo se contempla al eminente poeta (Luis Gnecco) ocupando el cargo de senador en el Congreso; como acérrimo comunista fustiga la corrupción política del gobierno de Gabriel González Videla (Alfredo Castro) acusándolo además de haberse alineado ideológicamente con Estados Unidos. De este modo, sus agrios comentarios críticos lo convierten en enemigo del Estado y es así que a partir de allí el cineasta con el apoyo del dramaturgo y libretista chileno Guillermo Calderón convierten al relato en una suerte de agradabilísimo film negro.
Por temor a ser encarcelado como traidor a la patria, Neruda junto con su abnegada mujer Delia del Carril (Mercedes Morán) resuelven escapar. Consecuentemente, el gobierno encomienda a Oscar Peluchonneau (Gael García Bernal), un torpe policía inspector, para que capture al fugitivo. De este modo casi todo el metraje se caracteriza por la persecución del implacable perseguidor tratando de ubicar al fugitivo.
Este juego del gato y el ratón entre el perseguidor y su presa es lo que otorga ritmo, humor y pasión al relato. Eso no impide que a través de esta fantasiosa historia queden resaltadas algunas facetas del escritor quien como un buen hedonista no puede dejar de lado algunos placeres burgueses que contradicen sus principios ideológicos enfocando, por ejemplo, su inclinación hacia el champagne y su proclividad hacia las prostitutas; claro está que eso no excluye su voluntad de convertirse en un paladín de la libertad.
Tanto la interpretación de Gnecco en el rol titular, como la de Morán animando a su paciente mujer y la de García Bernal como el pintoresco y obsesivo detective policial valorizan a esta producción.
Bien articulado e inobjetablemente narrado, Larraín ofrece un film que a pesar de su naturaleza juguetona no está exento de cierta virulencia al propio tiempo que despliega una original inventiva que sin dudas deleitaría al Premio Nobel de Literatura si hubiese tenido la posibilidad de contemplarlo. Jorge Gutman