Bello Roman­ce Platónico

PAST LIVES. Esta­dos Uni­dos-Corea del Sur, 2023. Un film escri­to y diri­gi­do por Celi­ne Song. 106 minutos.

¿Pue­de con­ce­bir­se un film román­ti­co, sin que las par­tes invo­lu­cra­das no lle­guen a inti­mar, ni besar­se e inclu­so sin tomar­se de la mano? Eso es posi­ble a tra­vés del bello y melan­có­li­co film escri­to y diri­gi­do por Celi­ne Song. Cier­ta­men­te, la rea­li­za­do­ra de ori­gen coreano que resi­de en Esta­dos Uni­dos cono­ce a fon­do la idio­sin­cra­sia y cos­tum­bres de su país natal y eso ha influi­do para que Past Lives resul­te total­men­te con­vin­cen­te tan­to en su con­cep­ción como en los sen­ti­mien­tos que ani­dan en los per­so­na­jes pro­ta­gó­ni­cos del relato.

El comien­zo trans­cu­rre en Seúl en los últi­mos años del siglo pasa­do en don­de viven Na Young (Moon Seung-ah) de 12 años y Hae Sung (Leem Seung-min) de su mis­ma edad; ellos son gran­des ami­gos y com­pa­ñe­ros de aula en don­de como bri­llan­tes alum­nos com­pi­ten para ver quien ocu­pa el pri­mer pues­to. Sin embar­go esa pro­fun­da amis­tad no lle­ga­rá a con­so­li­dar­se en una rela­ción sen­ti­men­tal por cuan­to Na debe­rá via­jar con su fami­lia pri­me­ro a Toron­to y pos­te­rior­men­te a New York por opor­tu­ni­da­des de empleo de su padre que es direc­tor de cine. La sepa­ra­ción es tris­te pero resul­ta irre­me­dia­ble y es así que en el últi­mo encuen­tro se apre­cia cómo meta­fó­ri­ca­men­te diver­gen los cami­nos de cada uno regre­san­do al hogar.

Teo Yoo y Gre­ta Lee

La his­to­ria avan­za 12 años y vemos que Na habien­do cam­bia­do su nom­bre por Nora (Gre­ta Lee) es una dra­ma­tur­ga bien afin­ca­da en New York y sola­men­te uti­li­za su len­gua mater­na cuan­do se comu­ni­ca con su madre; por su par­te Hae Sung (Teo Yoo) sigue vivien­do en Seúl rea­li­zan­do sus estu­dios de inge­nie­ría. A tra­vés de Face­book él logra ubi­car a Nora y es así que ambos, sepa­ra­dos por miles de kiló­me­tros, median­te Sky­pe reanu­dan la rela­ción inte­rrum­pi­da.. En esas con­ver­sa­cio­nes que­da implí­ci­ta la exis­ten­cia de un sen­ti­mien­to pla­tó­ni­co en la medi­da que cada uno con­fie­sa al otro que se han extra­ña­do. Con­si­de­ran­do que nin­guno de ellos pien­sa dejar el lugar en el que se encuen­tran, lle­ga un momen­to en que Nora pre­fie­re no seguir man­te­nien­do por un tiem­po ese víncu­lo virtual.

El guión de la rea­li­za­do­ra nue­va­men­te tras­la­da el tiem­po en 12 años y es aho­ra en la épo­ca actual en que Nora que se ha casa­do con Arthur (John Maga­ro), un neo­yor­kino que tam­bién es dra­ma­tur­go, lle­va una exis­ten­cia tran­qui­la y no hay indi­cio que indi­que algu­na ano­ma­lía en el víncu­lo con­yu­gal. En tan­to Hae Sung ha teni­do en ese tiem­po una novia con la que actual­men­te se encuen­tra dis­tan­cia­do. El film alcan­za su cli­max cuan­do el coreano deci­de efec­tuar un via­je a New York para reen­con­trar­se con Nora.

En esta últi­ma par­te resul­ta admi­ra­ble com­pro­bar con qué suti­le­za la novel rea­li­za­do­ra gene­ra la ten­sión román­ti­ca de Nora y su ami­go de infan­cia; las mira­das, silen­cios y ges­tos expre­san mucho más que las pala­bras. En tal sen­ti­do Song explo­ra el con­cep­to de in-yun, un fenó­meno cul­tu­ral coreano por el cual la cone­xión que ha exis­ti­do entre dos seres en una vida pasa­da se encuen­tra ren­car­na­da en la exis­ten­cia actual; cla­ro está que ni Nora ni Hae Sung son aho­ra lo que eran cuan­do niños.

Evi­tan­do lo que podría resul­tar pre­de­ci­ble, el film adop­ta un cri­te­rio rea­lis­ta en don­de Hae Sung res­pe­ta la inte­gri­dad del matri­mo­nio en con­so­nan­cia con Nora que no habrá de que­bran­tar su vida con­yu­gal com­par­ti­da por un mari­do com­pren­si­vo y tole­ran­te. Es así como esta his­to­ria sin acu­dir a gol­pes bajos con­du­ce a un con­vin­cen­te y rea­lis­ta des­en­la­ce suma­men­te conmovedor..

En resu­men, con un redu­ci­do y sobre­sa­lien­te elen­co, Song ofre­ce un dra­ma román­ti­co de remar­ca­ble cali­dad capaz de gene­rar la com­ple­ta empa­tía del espec­ta­dor con sus per­so­na­jes. Jor­ge Gutman