Nos­tál­gi­ca Come­dia Musical

LA LA LAND. Esta­dos Uni­dos, 2016. Un film escri­to y diri­gi­do por Damien Chazelle

El rea­li­za­dor Damien Cha­ze­lle deseo­so de evo­car las come­dias musi­ca­les de la épo­ca de oro de Holly­wood, deci­de abor­dar ese géne­ro con La La Land, una livia­na pelí­cu­la impreg­na­da de bue­nos sentimientos.

La esce­na que abre el film antes de que se pasen los cré­di­tos trans­cu­rre en una auto­pis­ta de Los Ánge­les don­de el con­glo­me­ra­do trá­fi­co impi­de que los autos pue­dan avan­zar; de allí emer­gen sus frus­tran­tes moto­ris­tas ofre­cien­do un núme­ro de dan­za acom­pa­ña­dos de la músi­ca que emer­ge de la radio de los coches. Si bien el bai­le se pro­lon­ga más allá de la cuen­ta, téc­ni­ca­men­te está bien resuel­to y visual­men­te ofre­ce un cen­te­llean­te esplen­dor aun­que lo que lue­go pro­si­gue prác­ti­ca­men­te no ten­ga rela­ción con esta pre­sen­ta­ción musical.

Emma Stone y Ryan Gosling

Emma Sto­ne y Ryan Gosling

El rela­to que se desa­rro­lla a lo lar­go de un año tie­ne como pro­ta­go­nis­tas a Emma Sto­ne y Ryan Gos­ling ani­man­do a Mía y Sebas­tián. Ella tra­ba­ja en un bar pero su voca­ción de actriz la lle­va a pre­sen­tar­se a dis­tin­tas prue­bas para demos­trar su talen­to aun­que fra­ca­sa en el inten­to. Por su par­te Sebas­tián es un músi­co afi­cio­na­do al jazz a quien la suer­te no le acom­pa­ña mucho; así en la pri­me­ra esce­na en que se lo con­tem­pla en un res­tau­ran­te tocan­do en el piano can­cio­nes de Navi­dad, lle­ga a ser des­pe­di­do por su due­ño (JK Sim­mons) debi­do al poco éxi­to logrado.

Des­pués de dos inten­tos en que ambos jóve­nes se cru­zan en el camino sin lograr comu­ni­ca­ción, un ter­cer encuen­tro per­mi­te en que lle­guen a cono­cer­se, se sien­tan mutua­men­te atraí­dos y que al poco tiem­po lle­guen a amarse.

Esa es la excu­sa argu­men­tal para que reme­mo­ran­do nos­tál­gi­ca­men­te al Holly­wood de anta­ño, el espec­ta­dor con­tem­ple a los tor­to­li­tos can­tan­do y bai­lan­do por las calles noc­tur­nas de Los Ánge­les a la luz de la luna; en otra secuen­cia poé­ti­ca, efec­túan una visi­ta al Pla­ne­ta­rio del Obser­va­to­rio Grif­fith don­de des­car­tan­do la ley de gra­ve­dad ambos dan­zan al con­ju­ro del cie­lo estrellado.

Si bien las esce­nas men­cio­na­das tie­nen un tono deci­di­da­men­te román­ti­co, lo que se obser­va es abso­lu­ta­men­te fan­ta­sio­so comen­zan­do por la gran metró­po­li de las estre­llas de cine don­de aquí apa­re­ce como si fue­se una ciu­dad ima­gi­na­ria. Es pre­ci­sa­men­te ahí don­de el film se bifur­ca en dos cami­nos dife­ren­tes: por una par­te los temas musi­ca­les que no están sufi­cien­te­men­te injer­ta­dos en el libre­to, brin­dan al film un cli­ma de ensue­ño, pero cuan­do la músi­ca se ausen­ta el argu­men­to no tie­ne fuer­za dra­má­ti­ca. El úni­co con­flic­to del rela­to se pro­du­ce en su últi­ma par­te y radi­ca en la elec­ción que ambos jóve­nes debe­rán rea­li­zar, ya sea seguir por cami­nos sepa­ra­dos para con­so­li­dar sus carre­ras pro­fe­sio­na­les, o en cam­bio con­si­de­rar prio­ri­ta­ria­men­te el amor que los une.

Las actua­cio­nes de Sto­ne y Gos­ling son irre­pro­cha­bles y la exce­len­te quí­mi­ca exis­ten­te entre ellos ade­más de gene­rar cali­dez per­mi­te que sean con­si­de­ra­dos como una autén­ti­ca pare­ja román­ti­ca. En cuan­to a las can­cio­nes con­ce­bi­das por Jus­tin Hur­witz con letra de Benj Pasek y Jus­tin Paul, las mis­mas son acep­ta­bles pero de nin­gu­na mane­ra memo­ra­bles, con la sola excep­ción de “City of Stars”, una muy agra­da­ble bala­da que se repi­te fre­cuen­te­men­te a lo lar­go del relato.

Es loa­ble el inten­to per­se­gui­do por Cha­ze­lle de incur­sio­nar en un géne­ro difí­cil y que según pare­ce no gene­ra dema­sia­do entu­sias­mo en la juven­tud de la pre­sen­te gene­ra­ción; en tal sen­ti­do es posi­ble que esta situa­ción se revier­ta aten­dien­do a la mag­ní­fi­ca coreo­gra­fía del film, la rique­za visual de cier­tas esce­nas con colo­res exu­be­ran­tes, los bue­nos núme­ros de jazz y sobre todo por la gran sim­pa­tía que des­pier­tan sus protagonistas.

Sin que de modo alguno alcan­ce el ópti­mo nivel de “An Ame­ri­can in París” ((1951) de Vin­cent Mine­lli, “Sin­ging in the rain” (1952) de Stan­ley Donen y Gene Kelly, o bien el de la mara­vi­llo­sa pelí­cu­la can­ta­da “Les para­pluies de Cher­bourg” (1964) de Jac­ques Demy, La La Land con­fi­gu­ra un buen entre­te­ni­mien­to capaz de satis­fa­cer al gran público. 
Jor­ge Gutman