Tur­bu­len­ta His­to­ria Romántica

COLD WAR. Polo­nia-Gran Bre­ta­ña-Fran­cia, 2018. Un film de Pawel Pawlikowski

Des­pués de Ida, un memo­ra­ble film pre­mia­do en 2015 con el Oscar a la mejor pelí­cu­la extran­je­ra no habla­da en inglés, el direc­tor Pawel Paw­li­kows­ki regre­sa con Cold War (Polo­nia) don­de en esca­sos 85 minu­tos de dura­ción ofre­ce una peque­ña joya que tie­ne como telón de fon­do la gue­rra fría vivi­da en Euro­pa des­pués de la Segun­da Gue­rra Mun­dial. Pero más allá de pro­fun­di­zar la secue­la del con­flic­to béli­co en Polo­nia, uno de los paí­ses saté­li­tes de la Unión Sovié­ti­ca, el rea­li­za­dor enfo­ca prin­ci­pal­men­te los alti­ba­jos de un apa­sio­na­do roman­ce que vive la pare­ja pro­ta­gó­ni­ca de la his­to­ria narrada.

Tomasz Kot y Joan­na Kulig

El rela­to se ini­cia en 1949 en una zona rural de Polo­nia don­de Wik­tor (Tomasz Kot) — un direc­tor musi­cal y pia­nis­ta- y su cole­ga Ire­na (Aga­ta Kules­za) van reco­gien­do mate­rial de can­tos y bai­les tra­di­cio­na­les que refle­jen el fol­clor de la región a fin de pre­pa­rar un espec­tácu­lo musi­cal. Con ese pro­pó­si­to pro­ce­den a reclu­tar poten­cia­les artis­tas y en uno de los cas­tings rea­li­za­dos, el músi­co que­da muy impre­sio­na­do con la diá­fa­na voz y deter­mi­na­ción mani­fes­ta­da por Zula (Joan­na Kulig), una bella can­tan­te y bai­la­ri­na que ocul­tan­do su tur­bio pasa­do ambi­cio­na desa­rro­llar sus con­di­cio­nes artís­ti­cas. Así, ella que­da de inme­dia­to selec­cio­na­da y aun­que su carác­ter y tem­pe­ra­men­to difie­ra del de su entre­vis­ta­dor, eso no obs­ta para que al poco tiem­po, ade­más del víncu­lo pro­fe­sio­nal, ambos lle­guen a desear­se y amar­se ardien­te­men­te. Sin embar­go, esa rela­ción se encuen­tra en par­te obs­ta­cu­li­za­da cuan­do el empre­sa­rio del espec­tácu­lo (Borys Szyc), gran alia­do de los rusos, exi­ge que sus núme­ros musi­ca­les estén en con­so­nan­cia con las orien­ta­cio­nes del régi­men esta­li­nis­ta; ese cli­ma opre­si­vo que se va crean­do moti­va­rá a que Wik­tor, en un con­cier­to rea­li­za­do en 1952 en Ber­lín Orien­tal, se exi­lie en París aun­que Zula, en ese enton­ces ya con­ver­ti­da en una estre­lla de la can­ción, dude en seguirlo.

A lo lar­go de una déca­da y media en que trans­cu­rre este rela­to con­ci­so y muy bien arti­cu­la­do, se asis­te a las tri­bu­la­cio­nes de estos aman­tes a tra­vés de las fisu­ras, sepa­ra­cio­nes, encuen­tros, des­en­cuen­tros y frus­tra­cio­nes vivi­das que se van pro­du­cien­do no solo en Polo­nia sino tam­bién en Ber­lín, Yugos­la­via y París. El impac­to emo­cio­nal que les pro­du­ce el com­pli­ca­do víncu­lo se inten­si­fi­ca aún más al no saber con­cre­ta­men­te si es mejor apre­ciar el cli­ma de liber­tad que les ofre­ce el mun­do occi­den­tal o en cam­bio vivir en el supues­to paraí­so comu­nis­ta de la tie­rra natal que se encuen­tra eco­nó­mi­ca y polí­ti­ca­men­te inestable.

Este tris­te melo­dra­ma román­ti­co, aus­te­ra­men­te fil­ma­do en blan­co y negro con la exce­len­te foto­gra­fía de Lukasz Zal, des­te­lla por su vir­tuo­sis­mo esti­lís­ti­co, las muy bue­nas inter­pre­ta­cio­nes cen­tra­les ‑sobre todo la de Joan­na Kuling- y por el apor­te de atrac­ti­vos núme­ros musi­ca­les de jazz de la épo­ca en que se desa­rro­lla el rela­to como así tam­bién de músi­ca fol­cló­ri­ca pola­ca. La sobria pues­ta escé­ni­ca de Paw­li­kows­ki reafir­ma su con­di­ción de ser uno de los más impor­tan­tes rea­li­za­do­res de Euro­pa; es así que no resul­ta extra­ño que en el fes­ti­val de Can­nes de 2018 haya sido recom­pen­sa­do con el pre­mio al mejor direc­tor. Jor­ge Gutman