El Fan­tas­ma del Holocausto

THE SONG OF NAMES. Cana­dá-Hun­gría-Gran Bre­ta­ña, 2019. Un film de Fra­nçois Girard

Fra­nçois Girard es un cineas­ta que en su fil­mo­gra­fía ha expre­sa­do una espe­cial sen­si­bi­li­dad hacia la músi­ca, como lo demos­tró en Thirty Two Short Films About Glenn Gould (1993), Le Vio­lon Rou­ge (1998) y Boy­choir (2014). En The Song of Names nue­va­men­te recu­rre a ella como telón de fon­do para narrar una cró­ni­ca sobre las con­se­cuen­cias y las heri­das emo­cio­na­les no cica­tri­za­das del Holocausto.

La his­to­ria de fic­ción, adap­ta­da por Jef­frey Cai­ne de la pre­mia­da nove­la homó­ni­ma de Nor­man Lebrecht publi­ca­da en 2002, per­mi­tió al rea­li­za­dor ofre­cer un inten­so rela­to ‑no narra­do cro­no­ló­gi­ca­men­te- que reper­cu­te hon­da­men­te en el áni­mo del espectador.

En 1938 Zyg­munt Rapo­port (Jakub Kotyns­ki), naci­do en Polo­nia y de fami­lia judía, lle­ga a Lon­dres con su hijo vio­li­nis­ta Dovidl (Luke Doy­le) de 9 años quien en Var­so­via es reco­no­ci­do por su nota­ble apti­tud musi­cal. El pro­pó­si­to del via­je es encon­trar­le un hogar judío en el que pue­da per­ma­ne­cer a sal­vo fren­te a la ame­na­za­do­ra inva­sión de los nazis a su país. Cuan­do el publi­cis­ta musi­cal Gil­bert Sim­monds (Stan­ley Tow­send) obser­va al peque­ño tocan­do su ins­tru­men­to, ade­más de que­dar gra­ta­men­te impre­sio­na­do le ofre­ce alo­ja­mien­to en su hogar don­de con­vi­ve con su seño­ra Enid (Amy Sloan) y su hijo Mar­tin (Misha Hand­ley) de la mis­ma edad que Dovi­dol; aun­que esta fami­lia es cris­tia­na, Gil­bert pro­me­te a Rapo­port res­pe­tar en todo momen­to la fe pro­fe­sa­da por su hijo. En con­se­cuen­cia, Zyg­munt se des­pi­de del niño para retor­nar a Var­so­via al lado de su mujer y de sus otras dos hijitas.

A pesar de que en un prin­ci­pio Mar­tin rece­la del hués­ped por su aire arro­gan­te, pron­to que­dan zan­ja­das las dife­ren­cias con­vir­tién­do­se en gran­des ami­gos. Si bien Dovidl se sien­te con­for­ta­ble con los Sim­monds, cuan­do esta­lla la gue­rra no pue­de ocul­tar su preo­cu­pa­ción por la suer­te corri­da por su fami­lia en Polonía.

El pasa­je de los años man­tie­ne el víncu­lo amis­to­so del ado­les­cen­te Mar­tin (Gerran Howell) con Dovidl (Jonah Hauer-King) quien es ya un vir­tuo­so del vio­lín al haber desa­rro­lla­do su inna­to talen­to; eso moti­va a que Gil­bert le patro­ci­ne en 1951 un gran con­cier­to en Lon­dres don­de efec­tua­rá su debut como solis­ta. El nudo cen­tral del rela­to se pro­du­ce cuan­do el vio­li­nis­ta no apa­re­ce y se debe can­ce­lar el con­cier­to con la inmen­sa cons­ter­na­ción de Gil­bert y de su hijo. Como si se lo hubie­ra tra­ga­do la tie­rra, nada se sabe de Dovi­dol quien deja una pro­fun­da des­ilu­sión en su fami­lia adoptiva.

Tim Roth

Es en 1986, cuan­do en oca­sión de par­ti­ci­par como miem­bro de jura­do en una com­pe­ten­cia musi­cal, Mar­tin (Tim Roth) des­cu­bre que un con­cur­san­te vio­li­nis­ta antes de comen­zar a tocar recu­rre a un ritual seme­jan­te al que solía emplear su ami­go. De allí en más, ese ines­pe­ra­do hecho moti­va a que él tra­te de ubi­car en algún lugar a Dovidl (Cli­ve Owen), a pesar de las obje­cio­nes de su espo­sa (Cathe­ri­ne McCor­mack) quien no lle­ga a enten­der bien su obse­sión. En pos de su obje­ti­vo y gra­cias a diver­sos con­tac­tos que encuen­tra en su camino, Mar­tin habrá de tras­la­dar­se a Var­so­via, pasan­do por los cam­pos de con­cen­tra­ción de Tre­blin­ka para pos­te­rior­men­te arri­bar a Nue­va York.

El fan­tas­ma del Holo­caus­to intro­du­ci­do en el rela­to deja abier­to el inte­rro­gan­te sobre has­ta dón­de es posi­ble man­te­ner la fe reli­gio­sa fren­te a la cruel matan­za del nazis­mo, inclu­yen­do 6 millo­nes de judíos que ino­cen­te­men­te han sido víc­ti­mas del mayor geno­ci­dio de la his­to­ria. Esa duda es la que asal­ta a Dovidl cuan­do algu­nos años des­pués de haber fina­li­za­do el san­grien­to con­flic­to béli­co ve esfu­ma­da su espe­ran­za de encon­trar con vida a su fami­lia; el dolor que le oca­sio­na ori­gi­na una de las esce­nas más neu­rál­gi­cas del relato.

Otro aspec­to refle­ja­do en este dra­ma es des­men­tir el pre­jui­cio exis­ten­te de que resul­ta difí­cil la con­vi­ven­cia entre gen­te de dife­ren­te cre­do. Eso que­da ejem­pli­fi­ca­do en la esce­na en que Dovidl es con­du­ci­do por la fami­lia Sim­monds a cele­brar su Bar Mitz­vah en oca­sión de cum­plir los 13 años, edad en el que según la ley judía los ado­les­cen­tes comien­zan a ser res­pon­sa­bles de sus actos.

El dra­ma alcan­za su cli­max en una secuen­cia de des­ga­rra­do­ra emo­ción que da títu­lo al film; así resul­ta impo­si­ble per­ma­ne­cer indi­fe­ren­te al escu­char el can­to litúr­gi­co del rabino (Daniel Mutlu) de una sina­go­ga ento­nan­do “la can­ción de los nom­bres”, un ver­da­de­ro réquiem que evo­ca y hon­ra la memo­ria de las víc­ti­mas exter­mi­na­das en Treblinka.

Ade­más de haber con­ta­do con un muy buen elen­co, sobre todo los acto­res que encar­nan a sus dos pro­ta­go­nis­tas en sus eta­pas de infan­cia y ado­les­cen­cia, el direc­tor ha encon­tra­do un fuer­te alia­do en la cen­te­llean­te músi­ca del pres­ti­gio­so com­po­si­tor cana­dien­se Howard Shore.

Para con­cluir, no es nece­sa­rio pro­fe­sar el cre­do del judaís­mo para apre­ciar la belle­za de este film imbui­do de gran con­te­ni­do espi­ri­tual. Jor­ge Gutman